Ensayo sobre la configuración del cuerpo como imagen.
Nueva entrega.
El
“Tony” de Gandolfini me hace pensar en la “entrega”. Es esta palabra la que me
convoca la experiencia de verlo. Solemos hablar de la “entrega” como rasgo
destacable del trabajo de un actor. Con ella distinguimos su actuación por
haber ofrecido acontecimientos que parecen haber ido más allá de lo que se
reconoce socialmente mostrable, psíquicamente soportable, físicamente
resistible, o económicamente pagable. Pero no es esto lo que intento nombrar
respecto de él. Me parece que hay una “entrega” más discreta y no menos
conmocionante: es una especie de disfraz mágico tras el que el actor desaparece
en la afirmación inequívoca de la
alteridad que crea con su propia imagen. En esta “entrega” el actor acepta y privilegia radicalmente todo lo que
percibe mejor para la mayor dimensión del existir del ser que ficcionaliza. En
esta definición parece haber más justicia: tenemos un cuerpo jugado a lo que
necesita “el otro” generado por su imagen. Pero esto implica que hay algo más;
porque ese nivel de entrega es hoy, es en la aspereza de este mundo, entonces
tenemos una actuación que evita y evidencia los obstáculos que actualmente
dificultan la “entrega”, presentando una manera de mostrarse que estaría habitualmente vedada. Y esto quizás
sea lo que tan fuertemente llama a mi percepción, a la palabra “entrega”, y
motoriza esta búsqueda de una acepción que la dote de su significado más elevado.
Porque tengo la impresión que la suya es una actuación que “entrega” otra cosa,
que se despliega en una dinámica que no está afectada por los condicionamientos
que hoy preconfiguran a los cuerpos como imagen. Como si su actuación hubiera
ido más allá de lo actuable. Asumo a “Tony” como una especie de nueva y última
“entrega” de los fascículos de “La Historia del Cuerpo en la Actuación”.
Quizás Brando haya sido la anterior, el
último cuerpo universalmente reconocido con el poder de hacer “otra cosa”. Si Brando
fue una innovación fundamental respecto a lo que un hombre podía asumir del modo
de ofrecimiento de su cuerpo, Gandolfini puede ser asumido como la
actualización de esta apertura. Volvió ese peso, esa habilidad y
sutileza gestual, esa lentificación, esa integración del decir y el hacer a una
naturaleza expresiva propia, esa preeminencia de la propia visualidad como
condición del acontecer de todo. Pero vuelve de otra manera. La relación
actor-espectador recupera una adherencia excepcional pero es otra cosa la que
se “entrega” y la que se recibe. Es llamativo que la serie misma los
confrontaba: Tony mira a Don Corleone y
Gandolfini a Brando. Dos épocas del mundo y de la actuación.
Erotización
Brando
es el primer hombre mujer. Es el hombre voluptuoso. El hombre de la boca, del
torso, del sudor, de la pelvis. La imagen de Brando le da a su época la
verosimilitud que requiere para mostrar la tentación y descarrilamiento sexual
de la moral burguesa. Su imagen porta una belleza e incandescencia que, más que
un personaje, es un permiso indiscreto para los ojos. Su actuación oculta una
danza del mostrarse y velarse. Esta cualidad de erotización en la relación con
el propio cuerpo despierta un nivel de
contacto con el público tan adherente, que le permite achicar el tamaño de los
acontecimientos gestuales y sonoros llevándolos al punto en el que parecen no surgir
de una “actuación”. Él sabe que su cuerpo es tentador, pero en lugar de
resignarse a hacer de su actuación la publicidad de ello, como habitualmente
hacen los galanes, lo convierte en la condición que enciende un contacto que le
habilita una operatoria absolutamente sutil: tratar a los ojos y oídos del
público con la misma sensibilidad que
puede alcanzar el contacto sexual. Esta es la “entrega brandeana”: el
nacimiento de un voltaje erótico que acrecienta el contacto y, por ende, la
percepción de los acontecimientos subjetivos más ínfimos. Así logra que antes
que el personaje, el texto, la situación, la cámara, la puesta, la obra o la película
misma, esté su capacidad de contacto con nuestros sentidos. Brando hace de la
asunción de sus innovadores, eróticos y
transgresores valores positivos de belleza la condición de su potencia de
adherencia y operatoria ficcional.
El
cuerpo del arte
El
fenómeno de ser mirado, es una situación muy compleja cuyas eficacias pasan por
ofrecimientos y beneficios que no en todos los casos pone en juego un
intercambio que habilite singularidad. La industria del entretenimiento tiene
estereotipos variados y sutiles respecto de los que cada actor se ofrece en el
mercado de trabajo aproximando su imagen lo más que puede hacia alguno de ellos.
Hay incluso, en el entretenimiento, una condición anterior y general que
funciona como primera organización del sentido de exposición de los cuerpos: su
mayor o menor aproximación a los ideales
mediáticos de belleza. Este “casting” personal que nos hacemos a nosotros
mismos para encarar el mercado laboral, forja a nuestro cuerpo en una dinámica
de imagen que es, justamente la del “entretenimiento”. En el “cuerpo del
entretenimiento” se hace presente aquello que la imagen de ese cuerpo vende
como sentido de su exposición. Está disociación de valores, atractivos,
defectos, rarezas, dotes, habilidades, celebridad, exigencias, etc, es de
manera más sutil o grosera, el impacto al que juega su eficacia mediática, y
suele ser, en lo más jugado de sus ejemplos, la “entrega” más habitual y vulgar.
La fuerza de esta dinámica de exposición, que hace, nada más ni nada menos,
a la existencia y supervivencia en el mercado de trabajo, mide su reino dese el “prime time” de la tele hasta la función
teatral de la sala más recóndita. La imagen de los cuerpos se constituye desde
el vamos, y quizás por siempre, bajo esta presión.
Está
dinámica es un obstáculo fuertísimo para que el cuerpo de un actor experimente,
bajo condiciones adecuadas y milagrosas, la posibilidad de apropiarse de la
puntualidad de la propia imagen y genere acontecimientos que nazcan de la
especificidad de su naturaleza expresiva. El “cuerpo del arte” sería entonces,
en este contexto, una excepción: es capaz de producir una consistencia singular en su imagen y despliegue evitando la
disociación de sus posibles impactos y valores mediáticos. El “cuerpo del arte”
es el que “simplemente” logra crear un “ser” partiendo de “estar” con lo que tiene y puede. La “entrega” en
términos artísticos sería hoy, antes que nada, la manifestación de un cuerpo en
su propia operación de configuración de imagen. Sería un cuerpo en la
“desnudez” de lo que logra ser por y para sí mismo. El “cuerpo del arte” prescinde
o desenmascara la presión mediática sobre los cuerpos, no como denuncia si no
como pura consecuencia de la contundencia ficcional que genera un cuerpo
sincero. Si sucede, es porque la afortunada y difícil posibilidad de “aceptarse” se constituye como
condición de una situación que, además de ser artística, se torna existencial.
A partir de allí el vínculo con la mirada es el de la invitación al proceso de
ese despliegue. Si sucede es en este mundo, en el contexto del mercado del
entretenimiento, pero no bajo sus leyes. Me decía un colega, algo que le
dijeron: ser en este mundo y no de este mundo. Y es en esta clave que quizás
haya que abordar a Tony.
Intimidad
En
una nota sobre el funeral del actor leemos:
“Chase recordó que Gandolfini una vez le dijo:
“"¿Sabes qué quiero ser? Un hombre. Eso es todo. Quiero ser un
hombre"”. Dijo que se maravilló al escucharlo, pues Gandolfini
representaba al hombre que tantos otros querían ser”.
Estos
dos reglones condensan algo fundamental. Gandolfini crea en Tony “un hombre”,
no “el hombre”. Y siendo solo “un hombre” genera una conmoción y un nivel de
identificación que lo convierte en una especie de rey de lo común entre los
comunes. Su imagen genera el verosímil actual del desquicio laboral y amoroso del
mundo burgués. Un cuerpo luchando entre sus propias disolvencias por la
eficacia de sus funciones primarias, como marido, padre y laburante, intentando
componer un universo de situaciones que ya no tienen los códigos ni los
mandatos anteriores. Es el cuerpo el del estrés, de los síntomas, de la
ansiedad, del sobrepeso. Un desastre, pero así y todo, nuestro “héroe”. Gandolfini
produce un protagonista diferente, casi contradictorio respecto del lugar que
su imagen asume. Lo que Gandolfini “muestra” y se hace suceder genera una
verosimilitud impensada para el acontecer que “Tony” narra. De hecho tenemos
una imagen con valores negativos que logra tener todo lo que un cuerpo desea,
incluso ser deseable. Su sensualidad deviene radicalmente de su subjetividad:
la capacidad de afirmar corporalmente el deseo de gobernar, coger, comer, amar,
y, en síntesis, disfrutar. Gandolfini, es un cuerpo que interviene en las
brutales exigencias y prerrequisitos mediáticos de la imagen, desde el
desentendimiento, desde la afirmación de lo que un cuerpo compone como
subjetividad excediendo a lo que sería posible ser respecto de las condiciones
reinantes. Los valores que suelen presionar a los cuerpos cuando se muestran no
parecen influenciarlo demasiado. Ni al personaje, ni al actor. Tony le saca a
nuestros ojos la posibilidad de adherir por indiscreción, morbosidad, erotización,
cholulismo, etc, etc. Verlo parece descansarnos de esa presión a la que parecen
responder todos los cuerpos que deben publicitar su eficacia y los espectadores que los consumen . La gran
revolución Gandolfiana es que, en un
contexto tan desesperado por impactar en la exposición, él ofrece intimidad.
Esta “intimidad”, que genera un impase en la presión mediática, que inscribe su
imagen como dos paréntesis enormes de desaceleración y crudeza , funciona, al
igual que lo hizo la erotización “brandeana”, potenciando el nivel de
adherencia, sutileza, y actualidad pero de manera aún más desformalizada, menos
“bella”, sin pizca de transgresión, ¡comun! Así, sin nada que pueda señalar a priori que
ese pueda ser ese. Ganándose la existencia a pura creación de vida, a puro Tony.