16.11.13

Che,



Che, la actuación puede mucho más que para lo que hoy está siendo generalmente utilizada y ejercida. Ok: de algo hay que vivir, está buena, está bueno que me hayan llamado, es una buena experiencia, es una buena oportunidad, me permite mostrarme, pruebo algo distinto, el tipo es interesante, ella es una genia, la pasamos bien, es muy divertido hacerla, me conviene, aprendo, etc. Perfecto. Indiscutible. Realmente. De verdad. Solo les pido a los que saben que esto es así, que no lo nieguen, porque eso los hace aptos para desear y configurarse encuentros de implicación artística de un beneficio actoral y vital incotizable, tan fuerte y motivador como lo es la guita y el escalafón mediático. Quizás incluso con efectos en el mercado tan estimables como los que logra, nunca garantizadamente, aquello cuya razón de ser es fundamentalmente pegar ahí.  En esta ciudad pasaron cosas con la actuación que no pasaron en ningún otro lugar del mundo. Sucedió que crear una obra de teatro pudo ser simple y contundentemente  juntarse para inventar actuación. Actuación en su propia, poderosa y contingente ley. Eso es lo que acá trastocó todo y nos hizo famosos como producto de esta ciudad. Incluso con las obras en las que esa potencia fue utilizada para la renovación y sostenimiento  de procedimientos antiguos, reducidores  y  trascendentes. La actuación es tan poderosa que puede  servir para el lucimientos de cosas que no la favorecen. Y no quiero que los que vivimos ese poder nos privemos de ello. No quiero que este poder que fugazmente suele aparecer en diferentes tiempos y lugares del mundo, y nosotros tuvimos la felicidad de experimentar, desaparezca. Pilas muchachos. Llegando a cierta cantidad de años entendés, medio haciéndote el que está lejos de los primeros de la fila, que te vas a morir. Acá todavía están los cuerpos y hay miradas que saben ver. No enloquezcamos con los viajes, la guita y el cartel. Una cosa no quita la otra, una cosa no quita la otra. A gozarla, a cagarse a gritos, a festejar, a perderse, a sentirse Gardel, a llorar en el ensayo, a no poder cortar, a sentir que nos fuimos a la mierda, a no tener ninguna obligación de hacerla o terminarla si no nos convence, a robarle tiempo y energía a todo lo otro si creemos que tiene que existir, a hacerla como solo los que estamos ahí podemos hacerla. Y todo, todo, todo que se vaya a cagar. Viva el teatro de los actores, el único que necesita y puede que nada ni nadie le dé su sentido, el único en el que se junta el sentido de vivir y de actuar . Una abrazo a mis viejos y queridos amigos, y vamo los pibes.

8.11.13

Diario de actor 4


Me queda muy claro que  cuando llego al ensayo no sirvo para actuar lo que estamos intentando. Tampoco voy a servir en un tiempo para hacer una buena función. El que llega es un ansioso, un efecto de sus resistencias, un temor, un desesperado por gustar. El que llega es el que puede, potencialmente, actuar lo que estamos inventando, pero también es concreta y lamentablemente, el mayor de los obstáculos.  A fuerza de ensayo y, básicamente, error,  los enfrentamientos frecuentes con procedimientos actorales  sintomáticos que atentan contra mi posibilidad de “estar ahí”, son ahora una guerra declarada que no tiene victoria final pero si la convicción de que hay que asumirlo como parte de la cosa. En este proceso de aceptación de la ineptitud subjetiva con la que llego de la calle pretendiendo actuar,  la tan mentada “entrada en calor”  me fue ganando un espacio y un sentido cuya dimensión, que yo ya creía saber importante, se me amplió hasta ser el fenómeno que, ahora creo, anfitriona todo lo demás. Porque además de todo lo que técnica y expresivamente allí se acomoda, ese lapso comenzó a ser el impase ineludible para que el actor presionado por la dinámica de su mundo, se convierta en otro más apto para propiciar la vida escénica y el encuentro. En ese momento, nada simple de procurar, me tengo que poder dar dos cosas fundamentales como condición de lo que pretendo después: el lujo de la tranquilidad  y la explicitación del desafío que me implica actuar lo que tengo que actuar. Ambas cosas son condición del disfrute y la creatividad de mi juego. 

Si no me tranquilizo, si no le puedo dar tranquilidad a mi actuación, me pasa, como con cualquier actividad, que me simplifico y mis acontecimientos son groseros y generales. El apuro me impide la percepción y expresión de la exuberancia sutil, hormigueante, permanente, contradictoria, fluida y verdadera de acontecimientos que generan una actuación  no menos viva que la gente viva. La gente puede tener una vida apurada, pero si soy un actor apurado, hago seres menos vivos que la gente. En un ensayo que planteábamos la paradoja del hecho de que un actor es alguien vivo que cuando actúa suele perder vida, que estamos muy acostumbrados a que la actuación este menos viva y verdadera que la gente, concluimos que la vida real es alguien poseído por afectaciones mutantes que se revelan sin pausa en todo lo que hace y le hacen, y que la vida escénica sería lo mismo pero al revés: en todo lo que hago y me hacen debo generar las afectaciones que me poseen y mutan. La vida escénica dependería entonces de una estimación radical de todo lo que el actor tenga para percibirse y percibir, ya que allí están las cosas que nos permiten percibirlo vivo; que no hay cosas más y menos importantes, porque si todo hace al fenómeno de estar vivo, no debemos sobreactuar de la misma manera que no debemos sub actuar. El derrotero subjetivo de un ser se juega en todo lo que se le ve hacer. Las cosas supuestamente más nimias y contingentes son las que estimadas como gestos de alguien al que se le está jugando algo, son reveladoras en el mismo rango que aquellas que también explicitan su significación. Pero para estimarlo todo permanentemente y en su justa medida como material de actualización del juego fundamental de la actuación que es hacer alguien vivo: debemos estar tranquilos.  

Es claro que semejante frenazo a la subjetividad mercantil con su ritmo, procederes, estrategias, eficacias y sentidos de producción implica un tiempo y un trabajo que no se reduce solo al calentamiento. Pero sí es distinguible que en ese momento, que estoy solo, tengo que hacer algo cuya dimensión y concreción debe ajustarse al grado de habilitamiento actoral de la práctica escénica que me espera. La dirección me dijo varias veces que la manera en que estaba entrando en calor no me ayudaba, no me estaba ingresando, ni dejando a las puertas, ni acercando a lo que mi cuerpo debía lograr actuar. Mi entrada en calor debía dejar de ser tímida y general respecto de las condiciones dinámicas que me hacen posible desalojar las resistencias que identificamos como obstáculos y debía estar a  la altura del desafío que estaba siendo para mi actuar lo que tengo que actuar. Punto. La entrada en calor es el momento en el que los actores nos mostramos a nosotros mismos el nivel de implicación que admite y demanda la actuación de la obra que ensayamos o exponemos. Mi entrada en calor debía distinguir explícitamente a una práctica escénica en la que la posibilidad actoral de generar vida se me ofrece posible y deseable. Porque no todas las practicas escénicas lo hacen posible. En algunas lo que hay que actuar es el obstáculo mismo para estar vivo. Otras están incluso generadas directamente desde la dinámica a la que empuja el mundo y el ensayo es la puesta en funcionamiento de resoluciones y eficacias. En muchas situaciones, entrar en calor es una actuación casi más notable que la que luego tengo que hacer. Son poquísimas las situaciones en la que es posible y necesario exceder el mínimo calentamiento muscular, sonoro y memorístico. Solo el encuentro con una mirada que me estima y me ve más que yo, y la aceptación del desafío actoral como sentido del hacer que eso inicia, puede bajarme del tren con el que llego, y animarme a asumir el calentamiento como un lapso fundamental de preparación y apropiación de un juego al que me tengo que jugar


Cada vez que entro en calor parto de contactar con el miedo de no tener en mi lo que necesito. Luego, paulatinamente, voy logrando tranquilidad al percibir que me lo voy procurando a la vez que surgen  las ganas de compartirlo como única manera de terminar de dármelo. Y quizás ese sea el único sentido fuerte que tenemos, muy ocasionalmente, para desalojar  la desesperadamente necesaria venta profesional de nuestra eficacia, y propiciar y reafirmar el tan mentado, teorizado, banalizado, idealizado y querido “encuentro”: invitar al público a participar de un proceso de automodificación y descubrimiento; preparar ciertas condiciones de ficcionalidad actoral con las que avanzar más en la posibilidad de estar, franca y decididamente, allí, con ellos.