14.5.13

Un gesto de Maravilla



Ensayo sobre lo que puede el gesto.





"Shakespeare dijo algo digno de mención. Uno no lo es­cucha muy seguido. Dijo: “No existe un arte que encuentre la construcción de la mente en la cara”, refiriéndose a que hay un arte de la poesía, la música, la danza, la arquitectura, la pintura, lo que sea. Pero encontrar las mentes de la gente por su cara, especialmente sus caras, es un arte, y no es re­conocido como tal." Marlon Brando.



Ya estamos muy acostumbrados a la caza de primeros planos en las contiendas deportivas. La industria del entretenimiento no puede desaprovechar la captura de esa fuente de acontecer humano que dimensiona la implicación subjetiva que adquiere cada jugada en los allí expuestos a su suerte. Acontecer que, además, puede que se inscriba y sume a una narración más grande, generada antes por otras cámaras, como historia y actualidad mediática del dueño de ese rostro. En ese caso nuestros ojos serán cazadores sutiles del gesto que se le escape a un rostro rompiendo el control de lo que le conveniente mostrar.
Los que vimos el combate “Maravilla vs. Chávez Jr.” participamos de una gran condensación de esta confluencia narrativa expresada en el gesto entre la “contienda deportiva” y “vida mediática”. El box, en este sentido, es un dispositivo privilegiado: tenemos siempre a los dos protagonistas en la imagen, mirándose y pegándose en la cara. Actuando para el otro, para el público y para la cámara. De hecho esta  lucha fue particularmente histriónica; ambos boxeadores se, y nos, hicieron gestos que jugaban decididamente dentro del Thriller psicológico en el que se había transformado la “vida mediática” ahora fundida con la “contienda deportiva”.  La pelea parecía el capítulo final de la primera temporada de una serie que nos fue atrapando hasta la dependencia. El ring era ahora el lugar en el que dos vidas contrastantes coincidían en la necesidad de convalidarse desacreditando a la otra.  Y el capítulo no podía comenzar mejor: el luchador pobre, tenaz, dotado, maduro, guapo, locuaz, inteligente y justiciero, estaba venciendo al luchador rico, hijo de papá, joven, arrogante, campeón y grandote. “Maravilla” Martínez, el protagonista,  conectaba golpes sobre Chávez en perfecta continuidad con el extraordinario monólogo que venían siendo sus apariciones televisivas. La cara de Chávez se deformaba y se convertía en la referencia material del proceso hacia un final pronosticable. Pero, como vimos,  en el último round, el mexicano logra meter unos golpes como él mismo no había recibido, y derriba a nuestro héroe haciendo suceda algo que ya se había olvidado como posibilidad. Cuando “Maravilla” Martínez, ya caído, se incorpora mínimamente y se sienta en la lona, le veremos una cara que nos pegará en los ojos más directa y contundentemente que todos los golpes que ya se habían visto. Esa cara será la contracara misma de todo lo que hasta allí se había narrado. Luego de un breve paso por la siempre horrenda expresión de quien, sin desmayarse, se ha ido de sí, logramos percibir su dramático retorno a la conciencia porque sobreviene un gesto que delata la dimensión subjetiva que toman las circunstancias en las que nuestro boxeador se reencuentra y reconoce. Describir su composición afectiva  sería reducirlo. Pero como espectador de esta historia, no dudo que en esos escasos e involuntarios fotogramas, vi a Maravilla reconocer que su vida estaba tomando el rumbo de la  peor escena que le podía suceder a su película; que temió que todo lo hecho, desde que se fue a España hasta hoy allí, sea el descomunal camino hacia la absoluta decepción y el principio de una condena al perpetuo sinsentido. En la cara de Sergio Martínez se parte su historia. Es el momento en el que, como en el flujo de un río, el acontecer narrativo se estrecha al tamaño de un rostro, porque su cause adquiere la profundidad de una grieta.

Su retorno a la pelea será entonces a otra pelea, “Maravilla” no vuelve a pelear con Chávez Jr., sale a pelear por algo que ya es su vida misma: su imagen. Debe mostrarse y mostrarnos una actitud de pelea que reduzca hasta donde más sea posible la dimensión narrativa del acontecimiento subjetivo que mostró a su  imagen presa de la derrota y el fracaso. Sale, entonces,  a pegarle a lo que le sucedió, a mostrarse y mostrarnos que eso que le vimos no fue tan real y significativo como pareció.
Pero lo que sucedió y dejó ver su rostro ya estaba impreso en nuestra percepción y cualquier cosa que hiciera, no haría más que mostrar y acentuar a aquello que se quiere negar. Aunque el acontecimiento haya sido tan ínfimo como los pocos segundos que hubo dese que se sentó en la lona hasta zambullirse en el barullo final de golpes, su gesto tuvo la pregnancia de una afectación en la que la cara, aquietada unos instantes entre la agitación general, muestra algo de lo que allí sucede que no puede ser contado por ninguna otra cosa que no sea su gesto.

“Vos ganaste por puntos, pero yo te vencí; por un instante te convertí en un niño perdido. Tus golpes deformaron mi cara, los míos, tu alma”, podría decir Chávez en el final de la adaptación teatral de esta historia. Adaptación en la que los procedimientos escénicos habituales llevarían a tema de diálogo lo que un gesto puede con su sola capacidad perforante. Porque si esta pelea y este rostro habilita pensar algo es, justamente, en el poder narrativo del rostro. Por un gesto “Maravilla” pasa del héroe heroico que podría haber sido, al héroe trágico que terminó siendo, aunque nada de lo que luego se dijo e hizo quiera dar cuenta de ello. Martínez ganó perdiendo o perdió ganando. Llegó finalmente a su negado y ambicionado cinturón de campeón, pagando el costo de verse y mostrar la cara de la derrota.